La tambora se escuchaba lejana, marcando el lento caminar de los penitentes, mientras las cadenas se arrastraban cual si fuera un murmullo bajo nuestros pies.
La voz del sacerdote, se dejaba escuchar a través de un micrófono y un altavoz portátil diciendo:
“Te adoramos Cristo y te bendecimos “y acompañaron las voces de cuantos caminábamos cerca de Ti “Porque por tu santa cruz redimiste al mundo “. Y comenzamos a rezar.
Jesús había sido condenado a muerte, y aquella sentencia era ya inamovible. Caminé en silencio a tu lado, pensando en cuantos rememorábamos aquellos momentos tristísimos que sucedieron hacía más de 2,000 años. Un hombre dando la vida por todos nosotros, un hombre redimiendo al mundo de todos sus errores, de todos los pasos mal dados, de todas las conductas impropias de los que nos sentimos y decimos ser cristianos e hijos tuyos, y mientras, un reducido grupo comenzamos a rezar la oración del “Padre Nuestro”.
Mis ojos se posaron en tu rostro, un rostro dolorido y golpeado iluminado por la luz tenue de los faroles, descubriendo en tu mirada de marfil, el auténtico perdón hacia nosotros, tus hijos, haciéndonos sentir tu misericordia infinita y nuestra pequeñez absoluta como seres humanos hechos a imagen y semejanza tuya.
Sonó la campanilla y seguí caminando con aquel grupo, tal y como si estuviésemos siguiéndote en tu calvario. De nuevo la voz pausada se alzó en la noche diciéndonos, que Jesús cargó con su cruz por aquellas calles angostas de Jerusalén, mientras nos envolvían las sombras en mitad de la noche y nos adentrábamos en la Almedina.
Una inmensa luna llena, de vez en cuando se asomaba por algunas de tus calles para dejarnos entrever un camino plateado por donde discurrían penitentes con sus cruces y faroles, con velas encendidas y vacilantes.
La cara de la luna parecía estar más triste que nunca, también miraba al Hijo de Dios y en ella, se dibujaba la amargura y no se vislumbraba un ápice de esperanza. Creo que lloraba. Trató de ocultar su rostro enseguida tras una nube, para que nadie advirtiera sus lágrimas.
En ese instante, tuve que desviar la mirada, fue el momento en el que Jesús cae bajo el peso de la Cruz.
La congoja había comenzado a penetrar en nuestros corazones. Volví a contemplar tus golpes, tus heridas, me fije en un hilo de sangre que discurría desde la palma de tu mano atravesada por un clavo y recorría todo tu brazo, inmóvil, ahí en ese preciso momento, estuve tentado de posar mi mano junto a la tuya, deseoso de aliviar tu dolor, tentado de poner mi hombro y apaciguar tu pesada carga, mientras las plegarias clamaban en la noche.
Sonó la campanilla y otra vez a levantarte y continuar tu calvario y ahora ¡Oh momento sublime! Tierno como ninguno. Jesús se encuentra con su santísima Madre y entonces, rememoré tu infancia y la mía y también yo me acorde de mi madre. Se agudizó el dolor, que nacía desde las entrañas y también afloraba la ternura, inmensa y cálida que se derramaba con sus lagrimas ¡No hay dolor más grande que la muerte de un hijo ¡. Así se lo oí decir a mi abuela, cuando murió mi padre, pero más aún, cuando María vió sufrir y padecer injustamente, y derramar su sangre sin justificación alguna. Cada golpe y cada latigazo, le desgarraban el corazón.
De nuevo las plegarias nos proporcionaron el consuelo suficiente para continuar aquella madrugada y otra vez se alzó tu cruz y tu sombra quedó reflejada en la cal inmaculada de nuestras calles.
Cada vez que te elevaban, el esfuerzo era mayor, flaqueaban las fuerzas y fue entonces cuando Simón de Cirene ayudó a Jesús a llevar su Cruz. Un hombre bueno como tantos otros que hay en el mundo, aliviaron aquel peso enorme, e hizo más corto el camino hacia el “Gólgota”.
La muchedumbre de este pueblo andaluz, contemplaba la pasión del Hijo de Dios hecho Hombre y se conmovía a tu paso. Muchos se santiguaban, hablaban para sus adentros. Tú sentías los lamentos en aquella dulce y trágica noche perfumada de azahar y lo agradecías con una mirada, la más tierna y en la que todas nuestras culpas se redimían ante nuestro arrepentimiento.
Fue entonces, cuando una mujer se escapó del gentío y se atrevió a limpiar tu rostro. Aquella mujer, Verónica, una de tantas piadosas que tuvo la valentía de acercarse a ti y limpiar tu sudor y tu sangre conmovida por tanto sufrimiento. Agradecido, le devolviste tu rostro grabado en aquel paño, fue entonces, cuando Jesús cayó en tierra por segunda vez, y volvieron a escucharse las plegarias con más fuerza de cuantos te acompañábamos, tal vez, mucho más conscientes del sacrificio y de la bondad infinita que demostraba tu amor incondicional hacia nosotros, tus hijos.
La tambora seguía golpeando en la madrugada y nuestro caminar se iba tornando más lento y cada vez más duro.
Pude haber tomado la opción de marcharme e irme a dormir, igual que lo hicieron algunos de tus discípulos, pero decidí acompañarte. Volvió a impregnarse el aire del aroma de azahar proveniente de naranjos y limoneros de plazas y huertos cercanos y de nuevo se iluminó tu rostro y mis ojos se desviaron hacia la herida de tu costado. Abierta y sangrante, donde la duda y la incredulidad, se tornaron arrepentimiento en la figura de Tomas; ¡Porque me has visto has creído! Y le acercaste su mano a tu costado e introdujiste sus dedos en las palmas de tus manos. Y lo hiciste sin resentimiento, con dulzura infinita, la misma con la que en ese instante consolabas a las hijas de Jerusalén. ¡No lloréis por mí! ¡Llorad por vuestros hijos! Tal vez, advirtiéndolas del dolor y sufrimiento por el que algunas habrían de pasar a lo largo de sus vidas.
Quise ayudarte a levantarte pero mi cuerpo no respondía. Me quedé mirándote fijamente. Algo se había conmovido dentro de mí y se me saltaron las lágrimas. ¡Qué puedo hacer Señor!. Tu sacrificio ha de servirme para que yo tome un camino, el de la verdad, el de la vida, el tuyo propio.
Continuábamos caminando entre tinieblas, donde las luces de los faroles que iluminaban al “Cristo del Perdón” eran nuestras guías.
Nunca había caminado tan cerca de Ti Señor, tal vez por sentir ese privilegio dialogando contigo, contándote mis cosas, mis ilusiones, mi lista interminable de nombres que no quiero que se me olviden, seguramente todos necesitados de que les tiendas tu mano, esta misma que tengo aquí, cerca de mí, mutilada y dolorida. Y ahí, en ese justo instante, posé mi mano sobre la tuya para sentir tu cercanía, e impregnarme de esa fuerza que tu nos das, cuando el sufrimiento se ceba, algunas veces, con los más débiles y se esfuman las esperanzas, y se apaga la luz y te pierdes como un niño pequeño que necesita la mano de un padre. El mío se fue contigo demasiado pronto, aunque me dejó su ejemplo como persona para caminar en la vida.
Mi mente se había trasladado a mi adolescencia y a mi juventud, ya a temprana edad fuera de mi pueblo blanco y entonces, fue la décima estación de ese Vía Crucis la que me sacó de mis recuerdos. Jesús es despojado de sus vestiduras y comencé a rezar con todo el grupo que te acompañaba. Pensé en toda la humillación por la que pasaste aguantando burlas y risas despiadadas como las que se escuchaban, inconscientes, sin duda, de tu inmenso sacrificio. Y otra vez echamos a andar por las angostas calles de Baena, hasta que sonó la campanilla y nos detuvimos de nuevo para escuchar en la madrugada la undécima estación. Un continuo martilleo se oyó en mis oídos. Jesús es clavado en la Cruz. Sí, aquellos golpes retumbaron y me hicieron estremecer con toda su fuerza. Volví a mirar tu rostro y el dolor se hizo latente, llevándolo hasta el extremo. Sentí la impasibilidad de tus verdugos y me pregunté una y mil veces ¿Por qué? ¿Por qué este cruel martirio? Y también ¿Por qué no pudo haberse evitado?.
Sin embargo, ya no había vuelta a tras y el fin estaba cada vez más cerca.
Recordé las últimas palabras de Cristo llamando al Padre: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?, y clamando al cielo para que le dieran de beber. Todo se estaba cumpliendo según las escrituras.
Recordé las últimas palabras de Cristo llamando al Padre: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?, y clamando al cielo para que le dieran de beber. Todo se estaba cumpliendo según las escrituras.
Señaló a su Madre y a su amigo Juan para que encontrasen consuelo, como madre y como hijo y por fin, exhalando su espíritu, Jesús muere en la Cruz.
Fue un silencio absoluto el que se produjo en aquel instante. Alzaron tu Cruz bajo aquel cielo de estrellas bañado de luz de luna, y una ternura y paz infinita se quedaron en tu rostro para siempre. Un rostro de marfil tocado de color morado en el pómulo izquierdo a causa de los golpes y bordeada tu frente con las espinas de aquella corona, que salpicó tu cara de sangre.
Fue como si todo el universo se hundiera de repente, como si todas las injusticias del mundo se hubiesen quedado sin su salvador, sin su guía. Huérfanos. Fue una sensación extraña, una congoja oprimiéndote el corazón ¿Y ahora? ¿Cómo continuar sin ti? ¿Quién guiara nuestros pasos?. Cabizbajo, me perdí otra vez en mis pensamientos y recordé muchos nombres, situaciones con difícil solución, una detrás de otra y no hallé el modo de encontrar la esperanza, entonces, volví a mirar tu rostro y me di cuenta de que nuestra esperanza, la mía y la de todos, estaba en ti y en tu resurrección.
Te bajaron de la Cruz y te pusieron en los brazos de Tu Madre. Ella te miró en silencio, mientras resbalaban sus lágrimas. “Dolor, Angustia y Soledad” se tornaron lentamente en “Esperanza”, en el mismo instante en que te pusieron en el sepulcro. El Hijo había dejado de sufrir. Miró tu cuerpo inerte y sin vida después de arropar a la carne de su carne. Su corazón desgarrado, mientras seguían brotando un manantial de lagrimas en sus ojos de dolorosa.
Por último se escucharon en la noche nuestras plegarias: “Jesús pequé, ten piedad y misericordia de mí.
Y otra vez en nuestros labios la oración que Tu nos enseñaste; Padre Nuestro…
Abandoné el templo y en silencio me perdí dentro de aquel inmenso vacío que sentía en mi interior. Pasé bajo el arco de Madre de Dios, dirigiéndome al llano de Santa Marina, y casi a las puertas de la iglesia me encontré con la madre de Jesús, nuestra Madre, nuestra Esperanza de San Juan.
Me santigüe y de inmediato me llegó el consuelo, se esfumó el vacio y comprendí, que yo también era un discípulo de Jesús en el siglo XXI y también, tenía una misión encomendada, seguir tu ejemplo y dar testimonio de vida.
Manuel Espejo
13-abril-2010
Publicado en la revista CABILDO2011
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